Una mirada a Miguel Littín
Revista Jornalismo & Ficção
atualizado 1 ano atrás
David Lara Ramos
En 1985 Miguel Littín regresa a Chile a filmar una aventura clandestina en un país regido por el dictador Augusto Pinochet. Entra con una falsa identid. Además de filmar una película sobre cómo vive la gente en su patria, Littín espera poder ver a su madre. Cuando se ven, ella no lo reconoce.
Yo me imagino que el hombre primero vio, y luego, seguramente, emitió sonidos. Ahí surge la lucha dramática de expresar lo que uno está viendo. De subyugar al hombre con lo que no ha visto. Yo te cuento a ti, lo que tú no has sido capaz de ver, al fin, eso es lo que hace el cineasta, lo que hace el escritor.
La obsesión por la mirada, por su origen y sus posibilidades hacen parte de una fascinación eterna. En su segunda novela El bandido de los ojos transparentes, Littín cuenta cómo un niño vio por primera vez:
Expandiéndome en el círculo negruzco de la nada, daba vueltas en medio de grandes lagunas, aguas profundas, espacios viscosos, sin comienzo ni fin. ¿Cuál era el principio? ¿Qué había antes de la memoria? ¿Cuál la sensación primera?
Littín asegura que esa obsesión por la mirada viene de sus ancestros árabes y palestinos que llegaron a Chile a finales de la Primera Guerra Mundial.
Tuve unos abuelos, maternos y paternos que tenían miradas misteriosas, asombraban. Creo que el hecho de haber visto a mi abuelo palestino, y a mi otro abuelo árabe, el cazador; ver mujeres fuertes de ojos grandes. Ver a mi bisabuela, a quien juro que vi sanar a niños con la mirada, me impresionó, todo eso hace parte de ese mundo de sueños donde viví.
Su obsesión por los ojos y la mirada hizo de él un hombre de cine y de arte. Un hombre sensible que recuerda sus fascinaciones ante la primera imagen cinematográfica:
La primera película que vi, la vi sentado en las faldas de mi abuela Matilde en el jardín de su casa. Vivía cerca de la estación del ferrocarril. Frente a su casa había un gran campo, lugar donde llegaban circos, narradores, cantadores y juglares. Un día, apareció un señor con una cámara negra y un trípode. Y puso una sábana blanca en medio de la plaza. Allí, lleno de pavor, pero fascinado, vi la primera película de mi vida en los brazos de mi abuelita Matilde. […] Cuando terminaba la función, corríamos hacía la sábana blanca para mirar qué había detrás. Una noche, cuando llegamos a ver otra película, no encontramos la sábana, ni cámara, ni trípode, ni nada; sólo el campo vacío, y nos dimos cuenta que lo único que existía era la realidad.
El recuerdo de aquellas imágenes luminosas producen en el pequeño Littín una sensación de vacío. […] Con la ayuda de un primo, construye una caja de madera con un pequeño orificio y una bombilla en su interior. Y comenzó a proyectar sombras en la pared […] Pero jamás la idea de ser director de cine pasó por su mente:
A los 9 años tuve la suerte de ver Roma, ciudad abierta, la película de Roberto Rossellini. Esa película marcó dos intereses que ahora son mi vida. El primero fue mi interés social por la justicia: yo estudié en un colegio de curas, y los curas nos decían que todos éramos hijos de Dios, que éramos iguales, pero en las puertas del colegio se reunían los niños pobres, y cuando nos juntábamos con ellos, nos castigaban. Me sentí engañado por esas hipocresías. […] El segundo interés que despertó la película de Rosselini, fue que a partir de ese momento me puse como meta ser director de cine.
El pequeño Littín sigue jugando a hacer películas con sombras, a inventar historias llenas de rebeldía, sombras de niños pobres, que hablan con sombras de niños ricos, hasta que un tío, preocupado por la locura de las sombras, decide regalarle una cámara fotográfica:
Con esa cámara hicimos lo que llamábamos películas estáticas, escenas donde estaban mis primos y primas. Yo los dirigía, los disfrazaba y hasta les decía qué tenían que decir. Después me regalaron lo que siempre soñé: un proyector y una cámara filmadora. Con esos equipos comencé a hacer películas más elaboradas, siempre con temas de carácter social.
Después de culminar sus estudios primarios y secundarios (un infierno, como él llama a ese período) se presenta en la Escuela de Arte Dramático:
Tenía 16 años, y no me admitieron. Cuando fui a pedir explicación a los maestros que me habían hecho el examen, me dijeron que yo no tenía talento, que mejor me dedicara a otra cosa. Eso me dio una ira, me llené de rebeldía. En ese entonces tenía una moto y me puse a correr. Corría en circuitos que hacían en Santiago. En una de esas idas a la ciudad, vi un aviso pegado en la ventana de una casa que decía: ‘Se necesitan actores’. Entré a la casa. Era un sindicato obrero que tenía un grupo de teatro.
En aquel lugar Miguel Littín aprendió a actuar, a dirigir y a escribir sus primeras obras. Lleno de toda esa experiencia, y con un gran conocimiento de la forma como vivían los obreros en Chile, decide regresar a la escuela de arte que lo había rechazado:
No les quedó otro remedio que admitirme, con una nota mínima y matrícula condicional. A los tres meses estaba dirigiendo el curso y a fin de año la compañía de la escuela. Terminé siendo el mejor de mi promoción. La escuela de arte dramático me reveló escenas de los grandes autores del Siglo de Oro: Félix Lope de Vega, Calderón de la Barca y autores ingleses como Shakespeare. Esa combinación entre lo popular, lo obrero y lo clásico fueron un gran complemento para mi formación.
Él no habla muy bien de la escuela, reconoce que hubo profesores que trataron de enseñarle temas inútiles y ridículos, guiarlo con disciplina militar y regímenes verticales o totalitarios. Pero da gracias a un maestro quien le enseñó la base fundamental de la acción dramática.
Me dijo: “un hombre siempre está motivado por un deseo y por una necesidad, y para satisfacer esa necesidad y ese deseo, va a encontrar muchos obstáculos”. Eso se llama acción dramática. La decisión de vencer los obstáculos es la acción dramática. Ése es un principio que nunca olvido. El arte como proceso de creación es absolutamente individual. Y es de un gran esfuerzo. Para que uno escriba una página que lo deje lleno y satisfecho, o realice una secuencia limpia y evocadora, hay un inmenso trabajo previo que hay que ir construyendo con el rigor de un artesano. Tienes que tener paciencia, disciplina y constancia para elaborar cada detalle de tu obra, después puedes dedicarte a volar.
Al terminar sus estudios de Arte Dramático, Miguel Littín se dedica a la dirección teatral y a escribir obras de teatro. Al entrar al mundo del cine y la televisión tiene la suerte de trabajar con Fernando Veleque, quien había estudiado con los hermanos Lumiere. Con él aprende el segundo elemento para lanzarse de lleno a la dirección cinematográfica:
Un día estábamos haciendo un trabajo para televisión, Fernando hacía la fotografía. Estuvimos todo el día filmando imágenes que mostraran las transformaciones de las cuatro estaciones del año. Recorrimos cerros, desiertos, lagos, y al final del día estábamos muy cansados. Recuerdo que me tiré sobre la hierba a esperar el carro que debía recogernos. Él me llamó, había puesto el trípode y la cámara junto a un árbol, y me dijo: ‘Mire por ahí’. Puse el ojo y comenzó a producirse un milagro: una hoja aparecía, desaparecía, volvía a aparecer, estaba su textura, sus detalles, se veía todo lo que el ojo humano era incapaz de ver. Y todo sucedió en un instante ante mis ojos. Y le dije: “pero si esto es lo que hemos estado buscando todo el día”. Me miró y me dijo: “Eso es el cine, el punto de vista. Lo que estuvimos haciendo todo el día fue pura gimnasia”.
Para Littín el cine latinoamericano siempre ha estado en crisis de espectadores. Un problema que parece analizar como un complejo tema de geopolítica:
Los latinoamericanos necesitamos sumarnos para recuperar la imagen que nos ha sido arrebatada. Tenemos que dejar de ser un enclave colonial en manos de las grandes empresas transnacionales que manejan a nuestros espectadores. Sin espectadores no hay cine. Es como si entráramos a una librería y sólo viéramos libros en inglés, los cines de América están llenos de películas hechas en un solo país, en una sola cultura. El lenguaje cinematográfico es un lenguaje nacido en el más universal de los siglos, y su vocación siempre fue globalizar. Un primer plano, siempre es un primer plano, no hay un primer plano norteamericano, o chileno o americano, la medida del lenguaje es siempre la misma. Pero además del problema del mercado, creo que el cine está en una crisis en todas partes. O deja de ser fotografía de lo evidente o se convierte en el descubrimiento e insinuación de los sueños posibles.
Miguel Littín ha estado inmerso en el mundo creativo toda su vida. Si bien el cine lo descubrió en compañía de su abuela Matilde, la literatura la encontró en los versos de Cristina, su madre:
Ella era una jovencita que recitaba poemas. Eso me parecía tan bello; hermoso. Ese hecho de transmitir el lenguaje de la cotidianidad en esa síntesis de insinuaciones que es la poesía, fue algo embrujador. Después me dije: “bueno, en vez de hablar así, por qué no hablar de esta otra manera, y ese fue un incentivo también para contar lo que veía de una manera diferente, fue entonces cuando me puse a escribir”.
Ha publicado dos novelas: El viajero de las cuatro estaciones (1990) y El bandido de los ojos transparentes (1999). Es un hombre que ha estado siempre del lado del arte. Cambia de lenguaje para expresar lo que observa con la convicción de que es uno solo. Asegura que todos se miden con la misma regla:
Hay un principio que es el fundamental: yo quiero contarte una historia y empiezo a contarla, las formas surgen de la misma naturaleza del relato y, el relato a su vez, va imponiendo la forma, así es como lo hago. He cambiado de un lenguaje a otro, he escrito un guión de cine y después lo he convertido en una novela. Creo que hay una complementación absoluta. En películas como El Gatopardo oMuerte en Venecia, el placer que he sentido viendo la película y leyendo el libro ha sido prácticamente el mismo a pesar de estar expresados en lenguajes diferentes, pero en los dos casos ¿qué es lo que hay?, un hombre que quiere encantar a los demás con su historia. Ése es siempre el objetivo.
El lenguaje está lleno de múltiples posibilidades que hay que descubrir y utilizar, asegura Littín. Reconoce los matices de cada palabra y teje sin reverencias, pero con respeto.
La maravilla del español, es que todos los pueblos lo hablan de una forma diferente. Eso mismo hay que hacer en el cine. ¿Cuántos planos hay en un primer plano? Cuando vas a una escuela te dicen que un primer plano es esto… y esto otro… no sé que etc… etc… ¡nojoda! Hay que enseñarle a la gente la posibilidad de revertir ese idioma. El arte es un desafío, es el Quijote en el aire dando vueltas en las aspas de un molino.
En ese cruce de lenguajes, del que habla Littín, existe algo todavía más profundo: al usarlos, debes fascinarte:
Siempre hay un impulso primario: hay cosas que uno escribe y hay cosas que uno filma. No es que una cosa sea mejor que otra, sino que la naturaleza del impulso primario te atrapa. Por ejemplo, yo pinto, no sé si pinto bien o mal, pero me puedo pasar horas y horas pintando y me olvido de filmar o de escribir. […] Parece complicado, pero es sólo que lo sientas y te dejes llevar. Con el cine intento destruir la imagen convencional, romper esa distancia entre lo narrado y el narrador. Que todo esté dentro de un mismo espacio. En la literatura, el cambio de voces, la coralidad, las posibilidades que da, son inmensas. Ambas me fascinan.
El cineasta o el escritor, podría seguir descubriendo las posibilidades de los lenguajes que utiliza. Su experiencia hacen de él un hombre lleno de sabiduría, pero al final advierte que todo se concentra en un solo punto:
Lo que hay que ver es cómo está contada la historia, ésa es la clave, en definitiva el lenguaje que utilizas es la historia. Tenemos que aceptar ciertas realidades objetivas del cine como fenómeno. El cine nació en las ferias, luego, los artistas lo cambiaron. Vino Eisenstein, Griffith, Wells, Buñuel, Fellini, Visconti y otros, e inventaron un lenguaje nuevo, fue la aventura de los grandes creadores, de los transformadores de la luz. No hay que confundir el lenguaje con la imprenta. No hay que confundir la foto con la máquina. Tu obra es cómo la haces. En el arte, el mensaje no debe existir, debe desprenderse de lo que estamos contando, pero a veces, uno se va de tesis, como dicen los jóvenes, y aburre a todo el mundo.
Littín ha estado siempre junto al arte y la creación. En medio de problemas políticos, en su exilio, más de veinte años por diversos lugares del mundo, sólo se ha dedicado a crear y a imaginar. Sabe que la fuente de su arte está en sus ojos, en la forma cómo aprecia y ve:
Sé que hay una fijación en el ojo. Las pocas veces que he dirigido talleres de cine, les digo a los muchachos, uno es el instrumento, y si uno no aprende a afinar su mirada y a entender que ese mecanismo está en ti, no tienes nada que hacer como artista. Mirar y contar, ahí está todo. Lo evidente es lo que uno alcanza a ver con lo dos ojos, pero lo que está atrás y oculto es lo que logra ver el ojo privilegiado del artista.
Esos ojos privilegiados de Littín no sólo le han servido para desarrollar su arte, con ellos también enfrentó al régimen de Augusto Pinochet. Los mismos con los que dirige, hoy como alcalde, a la comunidad de Palmilla, villa donde sus padres y abuelos le infundieron la capacidad de usar la mirada para crear o transformar mundos. 1973, luego del golpe militar, escapó del país ante amenaza de muerte. En 1985 se le prohibió volver. Fueron veinte años trotando por el mundo. En ocasiones cae un velo sobre sus ojos, y su mirada es como la de un ciego, así sucede cuando recuerda las injusticias y atropellos de la dictadura.